Por qué hay promesas que no deben cumplirse. El caso de las deudas odiosas

(An English version of this article is available in the Winter/Spring 2013 issue of Moral Cents: The Journal of Ethics in Finance)                 IMF

Las promesas deben cumplirse. No hay mucho desacuerdo acerca de esta afirmación. Si estuviera permitido incumplir ciertas promesas, la práctica misma de prometer—diría Kant—perdería su significado y tendería a desaparecer, pues ya no se podría confiar en nadie. En rigor, ni siquiera los utilitaristas disputarían este punto. Para ellos, un mundo con reglas confiables es mejor que un mundo sin ellas.

Pues bien, estoy de acuerdo en que cumplir las promesas es una práctica valiosa y necesaria. Sin embargo, también creo que no todas las promesas deben cumplirse. El tipo de promesas que tengo en mente involucra transacciones financieras y ocurren regularmente en los mercados financieros internacionales.

Más en concreto, creo que a pesar de haber tomado en préstamo fondos de la comunidad internacional y de haber prometido pagar esas deudas, hay muchos países que no están bajo ninguna obligación moral de cumplir con tales promesas. Estas transacciones involucran miles de millones de dólares y, por ello, merecen una atención especial.

Con el fin de mostrar cómo esto es posible, voy a empezar con un ejemplo sencillo. Supongamos que un cliente de cierto banco, Pedro, toma prestado dinero de ese banco en nombre de su amigo, Juan. Pedro utilizar el dinero para comprarle a su hija un regalo de cumpleaños, pero le pasa a Juan la cuenta por el regalo. A pesar de estar al tanto de la situación, el banco obliga a Juan a pagar el préstamo. En este caso, hay una promesa en juego: la promesa de pagar el préstamo. Sin embargo, sería extraño decir que Juan debe cumplir con esta promesa. Después de todo, no pidió el préstamo y ni siquiera se benefició de él. Había una promesa en juego, ciertamente, pero no una promesa realizada por Juan. Por el contrario, se trata de una promesa que otra persona hizo en su nombre, sin la debida autorización. ¿Por qué debería Juan estar obligado moralmente a pagar la deuda? Nadie pensaría normalmente que Juan tiene una obligación en este caso.

Podemos imaginar un tipo de injusticia análoga en el plano internacional, con transacciones entre prestamistas y países. Supongamos que un funcionario público de un país africano toma prestado dinero de un banco internacional en nombre de las personas que supuestamente representa. Supongamos, además, que este funcionario público utiliza el dinero para comprarle a su hija un regio palacio, y que decide pasarle al Estado la factura por esta compra. A pesar de estar al tanto de la situación, el banco internacional obliga al Estado africano, los regímenes sucesores y las generaciones futuras a pagar la deuda.

Al igual que en el caso del cliente que pide prestado en nombre de su amigo, hay aquí una promesa en juego: la promesa de pagar el préstamo. Pero también en este caso hay algo intuitivamente incorrecto en obligar al Estado a pagar el préstamo que se pidió en su nombre. De hecho, la población del Estado no pidió el préstamo y ni siquiera se benefició de él. Por otra parte, el préstamo fue utilizado para fines para los cuales el funcionario no estaba autorizado. ¿Por qué, entonces, debe la población asumir la responsabilidad de pagar las deudas personales del funcionario corrupto que pidió prestado en su nombre?

La injusticia es clara, y tiene nombre. De acuerdo con una antigua doctrina jurídica desarrollado en 1927 por el académico ruso Nahum Sack, este tipo de deudas debería llamarse odiosa.

Los ejemplos hasta aquí discutidos son imaginarios. Sin embargo, los casos de deudas odiosas ocurren regularmente en el mundo real, y la cantidad de dinero en juego es enorme. A pesar de ello, el derecho internacional, los medios de comunicación y el público en general considera que los Estados deberían pagar todas sus deudas, y apoyan la aplicación de mecanismos que obliguen a los gobiernos a cumplir con este supuesto deber moral.

Tomemos, por ejemplo, el caso del ex dictador de Zaire, Mobutu Sese Seko. Mientras estuvo en el poder, las instancias de corrupción relacionadas con el uso de los fondos públicos eran moneda corriente. En 1982, viajó a Disney World e invitó a 100 de sus amigos más cercanos para que disfruten con él las maravillas del conocido parque de diversiones. El viaje le costó a Mobotu alrededor de dos millones de dólares. O tomemos, por ejemplo, su decisión de pasar las vacaciones en un lujoso piso de París, una finca de 32 habitaciones en Suiza y un castillo español del siglo XVI. O, sin ir más lejos, su salario como presidente, que llegó a superar el gasto total nacional en todos los servicios sociales. Este tipo de comportamiento muestra que para el dictador la frontera entre los gastos públicos y privados es muy confusa.

Este no es, desde luego, un ejemplo aislado. Hay muchos casos que podrían citarse. Consideremos, por ejemplo, el caso de Haití. La dictadura violenta de Haití asoló al país por casi treinta años, entre 1957 y 1986. Durante ese período, la deuda externa se multiplicó 17 veces y media. Al momento en que el dictador Duvalier abandonó el gobierno, la deuda era de alrededor de 750 millones de dólares, pero aumentó, por los intereses y las multas, a mil ochocientos millones de dólares. Lo que prueba que la deuda no fue tomada en beneficio del Estado o de sus ciudadanos es que la riqueza de la familia de Duvalier rondaba los 900 millones de dólares cuando el dictador huyó del país, y no hay ninguna otra manera por la que habría podido amasar tal fortuna.

Casos como éstos han sido frecuentes en la mayoría de los países de África, América Latina y Asia. Lo que todos tienen en común es que, a pesar de que estos países estaban gobernados por regímenes que muy probablemente fueran a gastar el dinero para fines ilegítimos, y que tenían un historial muy pobre en materia de transparencia, la comunidad internacional continuó prestándoles de manera irrestricta. Por otra parte, incluso después de que los fondos fueron robados o utilizados para fines ilegítimos, los países acreedores siguieron obligando a los Estados (y no a los funcionarios públicos) a pagar los préstamos y las correspondientes las tasas de interés. Estos mecanismos incluyen sanciones comerciales, diplomáticas y políticas: medidas que resultaron en pérdidas de reputación, exclusión de futuros mercados financieros, e incluso la confiscación de bienes y activos en el exterior.

¿Pero cuál es realmente la magnitud de este problema? La conclusión fácil que sería tentador extraer es que las deudas odiosas sólo afectan a unos pocos países regidos por gobiernos autocráticos y corruptos, que utilizan fondos públicos para beneficio personal. Sin embargo, una vez que entendemos el rol que deben tener los funcionarios y las razones por las cuales tienen derecho a pedir dinero prestado en nombre de los ciudadanos, nos daremos cuenta de que el problema de la deuda odiosa es mucho más amplio y generalizado de lo que podría suponerse.

Las doctrinas de filósofos como Hobbes, Kant y otros son útiles para ilustrar este punto. Para estos pensadores, lo que hace que un gobierno sea legítimo es que interpreta y defiende los derechos fundamentales de los ciudadanos. Los derechos fundamentales incluyen, entre otros, el derecho a la seguridad, a la vida, a las libertades básicas y a la igualdad. Se espera de los funcionarios públicos que garanticen estos derechos, porque los propios ciudadanos no pueden hacerlo por sí mismos. Ello se debe a que las personas suelen ser parciales o interesadas en sus juicios, o a que son incapaces de hacerse cargo de los asuntos públicos.

Esta idea, aunque bastante simple, es útil para aclarar la cuestión de las deudas. Los funcionarios públicos pueden pedir prestado en nombre de la ciudadanía cuando estas deudas tienden a promover y defender  los derechos de los ciudadanos. Si esta condición básica no se cumple, los ciudadanos no pueden ser responsabilizados por la deuda.

De lo dicho se siguen dos conclusiones importantes. La primera es que, contrariamente a lo que muchos suponen, el problema de las deudas odiosas afecta no sólo a países sometidos a gobernantes autocráticos, sino también a naciones gobernadas democráticamente. Esto se debe a que ambos tipos de gobierno pueden, en principio, actuar de forma tal que no promueven ni defienden los derechos de los ciudadanos. Un dictador puede, por supuesto, malversar dinero, pero el presidente de un gobierno democrático también puede hacerlo. Lo que hace que una deuda sea odiosa, entonces, no es que el pueblo no haya dado su consentimiento a ser gobernado por el régimen imperante, sino que este gobierno, cualquiera sea su naturaleza, haya actuado de manera contraria a los derechos de los ciudadanos.

La segunda conclusión importante es que las deudas odiosas no sólo son aquellas que involucran dinero malversado por el gobierno, sino también aquellas que implican la violación de los derechos de los ciudadanos. Ejemplos de violación de los derechos de los ciudadanos incluye restringir sus libertades, afectar su seguridad, usar fondos públicos para beneficiar compañías privadas y otros.

Las deudas administradas de manera irresponsable e imprudente (tal como lo ha hecho el gobierno griego en los últimos años) no son odiosas, porque la administración irresponsable del dinero no cuenta como una violación de los derechos de los ciudadanos. Sin embargo, muchos otros casos, como el de las deudas contraídas por el gobierno de Sudáfrica para oprimir a una parte de su población durante el Apartheid, claramente cuentan como un caso de deuda odiosa, ya que se trató de deudas contraídas por el régimen, en nombre de la ciudadanía, pero para fines incompatibles con los derechos de los ciudadanos.

Estas dos conclusiones muestran que las deudas odiosas no sólo se generan por los gobernantes autocráticos que malversan fondos para comprar palacios y Ferraris. La injusticia es de una escala mucho mayor, ya que también incluye a muchos países democráticos. Y la cantidad de dinero es mucho mayor también, pues además involucra casos de violación de los derechos de los ciudadanos, que por desgracia han sido muy comunes en la historia reciente.

Posibles objeciones

Es posible, ciertamente, formular objeciones de diverso tipo a lo que he sostenido.  A continuación considero algunas de estas objeciones.

En primer lugar, se podría objetar que por lo general los prestamistas desconocen los fines para los que se va a utilizar el dinero que prestan, por lo que es injusto responsabilizarlos por el uso corrupto de ese dinero. De acuerdo con esta objeción, si el gobierno de un país en regla pide dinero prestado por alguna razón y más tarde decide malversarlo o utilizarlo para fines ilegítimos, los prestamistas deberían tener derecho a  reclamar el dinero al Estado, porque no podrían haber sabido de antemano que el dinero se iba a utilizar de esa manera.

Pero esta objeción es inválida. Las deudas son odiosas cuando existe un cierto grado de conocimiento por parte de los prestamistas. Si el gobierno con el que operan los prestamistas es totalmente corrupto y autocrático, pide prestado para fines sospechosos, o se niega a declarar lo que va a hacer con el dinero, y a pesar de ello los prestamistas deciden prestarle, éstos no podrán luego alegar que ignoraban los posibles usos espurios de los fondos. Dado que la información sobre el grado de corrupción o autoritarismo de los gobiernos está disponible públicamente; siempre se puede mostrar que los prestamistas saben, o deberían haber sabido, el uso que se le iba a dar al dinero que entregaron en préstamo. En otras palabras, estos préstamos no habrían sido de buena fe. Y teniendo en cuenta que no se trata de préstamos de buena fe, parece extraño decir que la población de un Estado debe asumir la responsabilidad de pagarlos. Estas transacciones son transacciones corruptas entre dos partes (el prestamista y el funcionario corrupto), y no puede responsabilizarse  por ese acuerdo a un tercero no involucrado en la transacción.

En segundo lugar, algunos han sostenido que si los Estados tienen un derecho moral a negarse a reconocer sus deudas, los mercados internacionales se desplomarían y ya nadie estaría dispuesto a prestar dinero. Ello sería así porque los prestamistas tendrían miedo de no recuperar el dinero que otorgan en préstamo.

Sin embargo, este temor es infundado. Como he dicho antes, las deudas son odiosas sólo cuando los prestamistas saben, o deberían saber, que el dinero podría ser utilizado para fines ilegítimos. Así que los prestamistas pueden evitar la pérdida de sus inversiones prestando exclusivamente a gobiernos que no muestran ningún indicio de malversación o utilización corrupta de fondos, o que son capaces de demostrar que los fondos serán utilizados para fines de interés público (tales como la construcción de infraestructura, escuelas, hospitales, etc.). Si obran de ese modo, las instituciones financieras podrían seguir operando normalmente.

Una solución al problema de la deuda odiosa, aplicado correctamente, tampoco daría lugar a tasas de interés más altas. Es un hecho bien conocido que el aumento de las tasas de interés está asociado a mayores niveles de riesgo. El riesgo asociado al problema de las deudas odiosas, sin embargo, no es que el prestatario incumpla sus deudas. El riesgo es simplemente que el prestatario sea corrupto. De modo que si los prestamistas aplican salvaguardias adecuadas para asegurarse de que el prestatario está actuando dentro de su mandato legítimo, la posibilidad de que alguna de esas deudas sean declaradas odiosas no debería necesariamente tener como consecuencia un alza en las tasas de interés. Sin duda, hacen falta más estudios sobre cómo reformar las instituciones financieras internacionales actuales.

Por último, se podría argumentar que es difícil establecer si los fondos prestados se han utilizado ilegítimamente ex post facto, ya que por lo general los fondos de deudas se mezclan con el gasto público normal. A menudo, los gobiernos corruptos piden prestado dinero para algún fin público legítimo, como cubrir un déficit en el presupuesto, pero más tarde malversan los fondos del tesoro nacional. En estos casos, no está claro si el funcionario obtuvo dinero del presupuesto general, del préstamo, o de ambas fuentes.

Sin embargo, este problema no pone en duda seriamente la idea de que algunas deudas son odiosas. En primer lugar, el problema de la deuda odiosa es un problema de justicia, no un problema de rendición de cuentas. En otras palabras, este tipo de deudas son inmorales, independientemente de si son o no fáciles de identificar. En segundo término, parece posible, de todos modos, identificar al menos algunas de esas deudas, como lo demuestra el hecho de que varios gobiernos históricamente han desviado fondos de forma masiva para fines claramente no autorizados.

En suma, las promesas deben cumplirse. Sin embargo, hay excepciones a esta regla general. Las promesas de pagar las deudas no obligan a los Estados (ni, por lo tanto, a sus ciudadanos) si los fondos de estas deudas fueron utilizados para fines para los que los funcionarios públicos no estaban autorizados. Dado que los funcionarios públicos de regímenes tanto democráticos como autocráticos pueden extralimitarse, que hay muchas políticas que pueden violar los derechos de los ciudadanos, y que muchos países en el pasado han pedido dinero prestado para fines no autorizados, debemos concluir que una gran parte de las deudas de los países son deudas odiosas que no corresponde pagar.

 

Cristian Dimitriu

Nota: Agradezco a Pablo Stafforini por haber traducido este artículo

 

Referencias bibliográficas

  • Ayittey, George, Africa Betrayed, St. Martin’s Press, 1992
  • Dimitriu, Cristian. “The practical interpretation of the categorical imperative: a defense”, Ideas y Valores (forthcoming)
  • http://cadtm.org/Haiti-Grants-to-repay-an-odious
  • Kant, Immanuel. Foundations of Metaphysics of Morals, translated by Lewis White Beck. Library of Liberal Arts, 1959
  • Mill, John Stuart. Utilitarianism. Indianapolis: Bobbs-Merril, 1957.
  • Nahum Sack, Alexander. Les Effets des Transformations des États sur leurs Dettes Publiques et Autres Obligations Financières. Paris: Recueil Sirey, 1927
  • Ndikumana, L. and Boyce, J. Congo’s Odious Debt: External Borrowing and Capital Flight in Zaire. Development and Change, 29: 195–217. doi: 10.1111/1467-7660.00076. 1998
  • Richburg, Keith, “Mobutu: A Rich Man in Poor Standing,” The Washington Post, October 3, 1991.
    http://www.highbeam.com/doc/1P2-1087898.html